La mujer sin cabeza

La tercera película de Lucrecia Martel profundiza el rumbo que la directora salteña emprendió desde La ciénaga. La mujer sin cabeza extrema todo aquello que vislumbrábamos en sus películas anteriores. En boca de alguien con poca paciencia ante el cine que se propone un poco más experimental, en la película «no pasa nada». Y en parte es cierto, pero sólo en parte.

En términos narrativos pasa poco. La anécdota es simple: en Salta, una mujer de clase alta atropella algo en la ruta y no baja a mirar. Primero cree que es un perro, pero después se convence de que mató a una persona, un chico. A partir de ahí, la mujer sin cabeza del título se desconecta del mundo que la rodea. Inmersa en él, deambula medio ausente, medio autómata.

Verónica (así se llama el personaje interpretado por María Onetto) entra en un estado de confusión que uno como espectador percibe a través de los sonidos, los colores, la textura de las imágenes. Martel crea un clima particular que no resulta sólo de la suma de esos elementos por separado. Por debajo de la no historia, hay un modo de ser de la clase alta provinciana, se revela algo de su idiosincracia. Un gesto, una mirada, la cadencia de una voz alcanzan.

Cuando la posibilidad de que Verónica hubiera atropellado a un chico cobra un poco más de fuerza, a raíz de ciertos hechos que no voy a detallar para no contar demás, el marido viaja a Tucumán, y «de paso» arregla el auto. Pero ésa es apenas la punta del iceberg. Hay algo -difícil quizás de sintetizar en palabras, porque la materia de Martel es, justamente, el cine- que la película deja traslucir todo el tiempo. La forma en que ven los miembros de esas familias de plata a los pobres que los rodean. El interés, por ejemplo, que manifiestan ante el accidente en el camino, cuando los bomberos trabajan. Una especie de curiosidad escéptica, desinteresada, aislada por un muro del mundo en el que ellos viven.

Al ver la película, todo el tiempo tuve una sensación muy concreta: la de una comprensión latente de lo que sucede, que nunca se explicita y sin embargo resulta evidente, casi obvia.

Una de las cosas que más me gustó es que, a medida que pasaban las horas primero, y los días después, se me venían más y más imágenes, pero transfiguradas en impresiones vívidas.

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