Los portadores de apellido

Fue en una fiesta, creo que de un Bafici. Se me acercó y nos pusimos a hablar. Cuando la fiesta empezó a declinar, nos fuimos. Caminamos por alguna calle, después por el Bajo, y entonces, no sé cómo, llegamos a eso. Eso es un pedazo de historia argentina, que puede o no aparecer en una charla. No tiene por qué, no siempre aparece, pero esa vez surgió. Unos años antes, durante el secundario y después, yo había militado en un grupo independiente. Me había interesado la historia y había sacado varias conclusiones sobre la izquierda peronista de los setenta. Hasta los veinte, me había tomado la militancia muy en serio. Pasado un tiempo, aunque había cambiado las marchas y las banderas por la escuela de cine, la experiencia nac&pop de los 60-70 todavía me caía bien.

No sé cómo, decía, pero la conversación derivó en FAR y Montoneros. No sé qué dije o no dije: una frase, la letra de una canción. No sé qué dije, pero me acuerdo clarito de lo que dijo él. Habló de su papá. Estábamos sentados en las escalinatas del Ministerio de Economía, al costado de la Casa Rosada. Era militar y murió en un atentado. Montoneros, dijo. La calle estaba vacía, era la una de la mañana y no se hicieron ni las dos ni las tres. No me acuerdo qué dije, si me puse colorada, si se dio cuenta. Por suerte era de noche y había poca luz. Yo no había dicho nada grave, pero igual. La cosa se puso incómoda y la noche terminó rápido.

Nos despedimos con alguna excusa y volví a casa. Mientras cruzaba media ciudad en taxi, me acordé de un chico que había conocido en mis épocas de militancia, el hijo de un dirigente montonero bastante polémico. Alguien que cargaba con un apellido imposible. Aunque el fantasma del viejo reaparecía seguido -esa manía de llamar a los hijos igual que a los padres-, para mí el tema era casi tabú. No sabía si el padre era o no era, si hizo o no hizo, y nunca me animé a preguntar. Ahora lo mismo. El chico de la fiesta no dijo nada de su papá: quién era, qué hacía, qué pensaba él (el hijo). Y yo preferí no preguntar. Ese pudor, esa sensación de mejor no digo nada, se parecía mucho a la de años atrás, y me parece que no tenía tanto que ver con ellos como conmigo, y con muchos otros. Se puede decir mucho de esa y de otras tragedias colectivas. Pero ¿qué se hace con los hijos? Los hijos de los protagonistas que hoy cargan con condenas judiciales, sociales, morales. ¿Qué se hace? Aunque los hijos no tengan la culpa, la sospecha los ronda de manera inevitable. Son inocentes, dice alguien. Sí, pero heredan la maldición de los padres.

Sospechar, dice la Real Academia, es aprehender o imaginar algo por conjeturas fundadas en apariencias o visos de verdad. Y también, dice, es desconfiar, dudar, recelar de alguien. Y es injusto, pero es verdad: desconfiamos de los hijos, los imaginamos marcados por la criminalidad de los padres.

EN EL NOMBRE DEL PADRE

La sospecha que –aún sin quererlo- dejamos caer sobre los hijos de ciertos personajes, se parece bastante al sambenito, esa vestimenta penitencial usada por la Inquisición medieval y retomada por la española. El sambenito era un traje amarillo con una o dos cruces pintadas, una vestimenta que tenían que usar los penitentes durante un tiempo como señal de su infamia. A principios del siglo XVI surgió la costumbre de colgar los sambenitos de los acusados en un lugar público. Terminado el período en que debían llevarlos encima, los sambenitos se exponían para mantener vivo el recuerdo de la infamia y perpetuarlo. Así, las generaciones siguientes cargaban con la vergüenza de los pecados cometidos por sus padres y abuelos.

Hace unos años, en la facultad, tuve de compañera a la nieta de un dictador. No uno de los más sangrientos, pero un dictador. Creo que nunca crucé más de tres palabras. La chica era bastante callada pero simpática. Quizás fuera un amor, pero para mí el apellido era una barrera demasiado gruesa. ¿Cómo hablarle de su abuelo, de lo que hizo?¿Cómo no hablarle? Si ella, o el hijo del militar, o el hijo del militante, hubieran dicho algo, entonces, tal vez, habría sido más fácil.

Susana “Pirí” Lugones, militante montonera secuestrada en 1978 y desaparecida, era nieta del poeta Leopoldo, e hija del comisario Leopoldo Lugones hijo, inventor de la picana eléctrica durante la década infame. Ella, que odiaba a su padre, solía presentarse como “Pirí Lugones, la hija del torturador”. Este año, el hijo de Pablo Escobar salió del anonimato en el que se había refugiado para pedir perdón. En el documental Pecados de mi padre, del argentino Nicolás Entel, el hijo de Escobar, que se llamaba Juan Pablo Escobar y cambió su nombre por Sebastián Marroquín, le pide perdón a los hijos de dos políticos colombianos asesinados por su papá (Rodrigo Lara Bonilla y Luis Carlos Galán). Para poder vivir, Juan Pablo Escobar necesitó sacarse el nombre, pero también perdir perdón por crímenes que no cometió. Los hijos de las víctimas aceptaron el perdón como un gesto de paz. Sin embargo, por debajo de lo conmovedor y lo valiente, otra vez la pregunta: ¿acaso Marroquín es culpable de los pecados de su padre? ¿La culpa es por haberlo querido?

Ni Marroquín, ni Pirí Lugones, ni los hijos de los militares que torturaron y desaparecieron gente son culpables sólo por ser “hijos de”. Si salieran a defender, reivindicar, relativizar o matizar lo que hicieron sus padres, sería otra historia. Pero si no abren la boca, igual están bajo sospecha. No oficialmente, pero están. Será por eso, imagino, que el hijo de Pablo Escobar se cambió el nombre. Dejar de ser para ser. Y después explicitar la condena para sacarse del todo esa capa de sospecha que le impuso la cuna.

Aunque no se admita en voz alta, la sospecha sobre los hijos está. Ricardo Alfonsín es un ejemplo al revés. Irrumpió con fuerza en la escena pública a partir del fallecimiento del padre. Después de las amplias muestras sociales de respeto por Alfonsín padre, Alfonsín hijo pudo aprovechar la fama de su progenitor. Eso habla de un estado de la política en general y del radicalismo en particular. La buena performance de Alfonsín hijo en las encuestas ilustra cómo la sospecha (positiva, en este caso) sigue siendo hereditaria.

Ser hijo nunca es fácil. Pero ser hijo de alguien acusado y condenado por crímenes horribles debe ser mucho más complicado. Entre los hijos que defienden lo indefendible, y los que condenan públicamente a su progenitor, están los otros. Esos que no abren la boca, y pasan la vida arrastrando el sambenito.

(Publicado en la revista Lamujerdemivida n60 – octubre 2010)

Deja un comentario