Martínez Suárez: «Se está haciendo más cine del que se necesita»

A los 86 años, José Martínez Suárez tiene una energía envidiable. El director, uno de los nombres claves de la renovación cinematográfica conocida como la Generación del 60, dirige desde 2008 el Festival Internacional de Cine de Mar del Plata, único festival clase A (como el de Cannes o Berlín) en Latinoamérica. Martínez Suárez empezó su carrera en el estudio Lumitón, cuando le tocó, en calidad de hermano mayor, acompañar a su hermana, Mirtha Legrand, que debutaba en el cine con un protagónico que se ha vuelto un clásico: Los martes orquídeas. Desde entonces, Martínez Suárez ocupó un lugar único en el panorama cinematográfico local, ya que supo combinar  como nadie la experiencia de trabajar en un estudio y el modo de producción del cine clásico con la energía renovadora que caracterizó al cine joven e independinte de los 60. Admirador del neorrealsimo italiano, dirigió seis largometrajes, entre los que se cuentan El crack, Dar la cara y Los muchachos de antes no usaban arsénico. En noviembre atravesó con éxito una nueva edición del festival que preside, y recibió el afecto de los marplatenses, que lo paraban por la calle para darle la mano, felicitarlo o pedirle recomendaciones sobre qué películas ver. En medio de las corridas y de la adrenalina propia de cualquier festival, Martínez Suárez se hizo un rato para hablar de su trayectoria, de sus inicios en el cine, de la relación con su hermana Chiquita y de la experiencia de dirigir el Festival, en el que piensa seguir trabajando hasta el último día.

¿Cómo empezó su relación con el cine?

Mi relación con el cine fue absolutamente natural porque mis padres habían alquilado una habitación que daba al cine del pueblo (Villa Cañás, Santa Fe), pared de por medio. Después mi padre compró un terreno frente al cine. Así que mi ámbito de juegos era el cine, que sólo funcionaba sábados y domingos si no llovía, porque si llovía no llegaba la copia de Rosario, porque el camino era de tierra. Los sábados los chicos íbamos a la entrada del pueblo y nos quedábamos ahí. Cuando pasaba la camioneta de don Ambrosio paraba, subíamos cuatro o cinco y nos llevaba hasta el cine. Teníamos 7, 8, 9 años y hacíamos como que bajábamos la película de la camioneta. Hacíamos de cuenta, porque por lo general eran 10 actos, 33 kilos, más la bolsa, 35. Y de lunes a viernes jugábamos en el cine.

¿Los dejaban entrar a jugar?

Es que el dueño del cine, don Humberto Bianchi, era muy amigo de mi padre, el hijo era muy amigo mío y las madres eran colegas, las dos eran maestras, así que había un afecto familiar. Entrábamos y salíamos del cine. Me acuerdo que los domingos mis hermanas se sentaban en el umbral de la puerta de calle. El dirigente político del pueblo, el doctor Ignacio Arteaga, vivía a la vuelta de casa. Él no iba al cine pero iba la señora, así que el cine no empezaba hasta que la señora de Arteaga llegara. Si un día tenía un té con las amigas, en lugar de empezar a las cinco empezaba a las seis. Entonces mis hermanas estaban en el umbral y cuando decían ‘mamá, ahí va la señora de Arteaga’, ella nos decía ‘bueno, vayan’.

¿Y cómo fue que empezó a trabajar en cine?

Cuando papá muere, nos vamos a vivir a Rosario y yo voy pupilo al Sagrado Corazón. Un momento muy duro. Mis hermanas estaban medio pupilas también. Mamá -que había quedado viuda muy joven- extrañaba, y como tenía familia en Buenos Aires a la que quería mucho, nos vinimos. Mamá, que había estudiado en un colegio de monjas, bordaba muy bien. Para carnavales, les hizo unos disfraces muy bonitos a mis hermanas y una ganó el concurso del carnaval, que era bastante importante. La primera vez ganó Goldie y al año siguiente la otra hermana. En ese momento, en Lumitón estaban preparando una película que se llamaba Los martes orquídeas y la estaban buscando a Delia Garcés, pero ya estaba un poco crecida para el papel. Un hombre de Lumitón compró el diario donde había salido la foto de Chiquita y se la llevo a Francisco Mugica, el director. Entonces llamaron al diario y vinieron a casa, y a los dos o tres días la citaron a Chiquita y le dieron el papel protagónico, una cosa insólita. Eso quedaba en Munro, para llegar a había que cruzar campo en ese tiempo. Caso extraño, yo debía ser el único hermano en el mundo que estaba dispuesto a acompañar a la hermana, porque acompañarla significaba entrar en un estudio de cine. Yo tenía 14 para 15 y Chiquita había cumplió 13. El primer día ella entró y yo me quedé con un libro en la portería y vi cómo era el rito: había un gran patio y cuando sonaba un timbre y se encendía la luz roja, no se entraba. El segundo día vi que junto a la portería había un banco de plaza muy lindo que ya daba al patio. Un día, mirando cómo era la cosa, pasó un hombre que se llamaba Enrique Serrano, que fue un gran actor, y me dijo si le iba a comprar una Coca Cola. La compré la Coca, entré al estudio y alguien me pidió si le traía una. Y así empecé a llevar Coca Colas. El estudio era muy amistoso, se trabajaba tranquilo. Un día me dijeron ‘agarrá eso’, un tres medidas, que es como un cajón, y así empezó la cosa. Otro día el administrador del estudio me dio un sobre con 30 pesos: me estaba pagando el sueldo. Trabajé en Lumitón hasta que llegó el sorteo de la conscripción, estuve 15 meses y cuando salí, volví e hice toda mi carrera allí.

¿Trabajaba en las mismas películas que su hermana?

Chiquita hizo cuatro películas más en el estudio, pero yo hice sólo una de ellas, La señora de Pérez se divorcia, como pizarrero. No fue la única vez que trabajamos juntos, unos 20 años después yo estaba en una empresa que se llamaba Cinematográfica cinco y a ella la llamaron para hacer una película que se llamaba Tren internacional, pero yo ya era director asistente. Y nunca más trabajamos juntos, por suerte.

¿Por qué por suerte?

Ah, no, no, porque tenemos puntos de vista distintos con respecto al cine. Nos queremos muchísimo, pero nunca hablamos de cine con mi hermana. A ella le gustan las películas románticas, dulces, y a mí me gusta lo auténtico. Yo aprendí cine a fuerza de ver Neorrealismo italiano. Había terminado la guerra, existía la prostitución, el contrabando.

¿Nunca pensó en dirigir una película con ella como actriz?

No. Todas las películas que hice están caracterizadas con el estilo del neorrealismo italiano. Ella hizo comedias muy buenas con (Carlos) Schlieper, con (Luis) Saslavsky, Chiquita trabajaba muy bien las comedias y yo no sé trabajar las comedias, no es mi estilo. Está bien, es necesario reírse, a mí me gusta reírme, tengo sentido del humor, me gustan los humoristas, pero la vida no es tan divertida como figura en los libros. La vida de uno puede ser buena, pero si uno se asoma a la ventana ve que afuera no es tan buena, que están pasando cosas desagradables a la gente.

Su última película es del 84. ¿Por qué no volvió a filmar?

Porque no sonó el timbre de calle y yo no me oferté. Me dediqué a hacer un taller de cine con el cual me fue muy bien, porque me hice 250 amigos. El caso del taller tiene un antecedente. En el 58, Fernando Birri arma en Santa Fe la primera escuela de cine. Y descubrimos que no sólo es lindo hacer cine, sino que es muy lindo enseñarlo también. Fernando después hace Tire dié y Los inundados. Yo empecé en la escuela de Fernando y cuando volví de ese viaje de Santa Fe, me llamó Alberto Parrilla y me dice tenemos una reunión con una gente que quiere hacer una película, posiblemente con vos, y así fue como hicimos El crack. Ellos querían hacer una película porque en ese momento había buenos créditos del gobierno, créditos serios para hacer una película con honestidad. La película, basada en una obra de teatro, se llama El crack. La otra cara del futbol porque hasta ese momento se había mostrado la cosa del noble del futbol, divertida, y nosotros estábamos mostrando toda la porquería.

¿Le gusta más el cine que se hace hoy o el que se hacía en los 60? ¿Es de los que cree que el cine del pasado era mejor?

A veces, cuando se dice que el pasado fue mejor, es simplemente una elección emotiva. A nadie le gusta acordarse de los malos tiempos. Todo tiempo pasado fue mejor porque a uno no le gusta acordarse de las malas noticias. Pero en aquel tiempo, para llegar a ser director de cine, usted no tardaba menos de doce o catorce años. Ahora usted sale de una escuela, le dan un diploma, va a Lima 319 (la sede del INCAA) pide un crédito, posiblemente se lo den y usted está haciendo una de las 129 películas que se hicieron el año pasado. Con toda sinceridad, creo que 129 películas por año, es decir 2,6 por semana, es una barbaridad. Se está haciendo más cine del que se necesita.

¿Alguna vez se imaginó que dirigiría un festival de cine?

Nunca. Tanto es así que el día que me vinieron a buscar a casa pensé que se habían equivocado de piso. Les dije que necesitaba cinco días para pensarlo, primero para saber si me sentía capacitado para dirigir un festival de cine y segundo porque iba a cometer una orfandad. En ese momento yo tenía 42, 44 alumnos y no iba a poder continuar con ellos. Dejar le taller significaba que los dejaba huérfanos y yo también me quedaba huérfano. Muchos se disgustaron y tenían razón, pero no fue por vanidad que acepté. Acepté por el desafío. Si hay algo difícil para hacer es ir caminando de acá a Pekín o dirigir un festival de cine. No se da una idea de lo complicado que es. Yo tuve dos cánceres haciendo el festival. Los dos operados y los dos los superé bien. Con los dos creí que me moría, pero seguí trabajando. Y fue debido al estrés, porque nunca había tenido nada.

¿Y en esos momentos no pensó en dejar de trabajar?

No, porque no le puedo decir que no le tengo miedo a la muerte, pero creo que no le tengo miedo a la muerte. Creo que es una circunstancia natural, la cual preferiría que fuera indolora, por supuesto, y preferiría que fuera social. Una muerte social: se ha muerto una persona, que lástima, llamen a la cochería fúnebre, pónganlo ahí adentro, sirvan café, pongan un poco de música agradable, de la que a él le gustaba, Nino Rota,  bueno llegó el momento, llévenlo, adiós y que todo se termine tranquilamente, con una sonrisa.

¿Vino a muchas ediciones del Festival antes de dirigirlo? ¿Hay alguno que recuerde especialmente?

Vine a todos. Cuando no me invitaban, me colaba. Estuve en el primero, el que hizo Perón (en 1954), ésa fue una linda anécdota. No nos invitaron, a ningún joven, pero nosotros ya estábamos conformados: Alventosa, Kuhn, Dawi, Feldman, Kohn, Fischerman, Favio. Alquilamos un cine acá por el centro, por las mañanas, y trajimos nuestras películas, que no tenían nada que ver con el Festival. El suegro de uno de nosotros era imprentero y nos hizo unos programas con las películas que trajimos. Las exhibiciones eran en las mañanas, entonces a la noche íbamos por varios hoteles importantes y decíamos que algo se había suspendido y que iba esto en reemplazo. Hasta que se descubrió y por poco nos meten presos.

Pero un par de salas llenaron…

No sólo eso. Como lo anunciamos más que nada en los hoteles donde estaban los periodistas extranjeros, fueron los italianos los que más se interesaron en ver ese material y se corrió la voz entre ellos. Teníamos más gente nosotros que en algunas de las películas que se exhibían, y así fue como muchas de esas películas fueron a un festival muy importante en Italia: Sestri Levante. Fue una picardía.

¿Va a seguir al frente del festival?

Yo quiero seguir siendo presidente del Festival, quiero morirme siendo Presidente. No quiero morirme, quiero seguir hasta que me muera. La única razón por la cual me puedo ir es porque consideren que no estoy trabajando bien y me pidan la renuncia. Me encanta lo que hago.

(Publicado en El Guardián el 22 de diciembre de 2011)

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